Escoger el colegio para los hijos es una de las decisiones más significativas que debe tomar una familia. Por supuesto, porque en esta se juega su futuro en lo que respecta a la clase de educación que recibirán, pero también porque se establece una relación que, en el escenario ideal, podría durar más de diez años.
La segunda, que es el tema de este escrito, es muy importante y de su calidad depende, en gran parte, el aprovechamiento que el estudiante pueda hacer de lo que le ofrece la escuela. Construir un vínculo armónico, honesto y constructivo es un imperativo tanto para los padres como para la escuela.
Sin embargo, nuestra cultura no parece haber sido consciente del cuidado que merece esta interacción y, más bien, incentiva una interacción conflictiva y escéptica. Y me refiero, desde luego, a las dos partes involucradas.
Los padres se han movido en una lógica de desconfianza en la institucionalidad escolar: en la transparencia y honestidad de los directivos, en la ecuanimidad y buena voluntad de los docentes y, en general, en la recta intención o vocación de quienes educan a sus hijos. La escuela, por su parte, suele señalar a los padres de manera negativa o, cuando menos, recelosa.
Desde que tengo conciencia medianamente ilustrada sobre el asunto escolar, podría citar innumerables expresiones desdeñosas de un lado u otro para ejemplificar lo anterior. Desde los colegios, no tenemos reparo en considerar deseable que los padres se mantengan lejos de la vida escolar y que cuanto menos opinen, mejor. O ponemos siempre en tela de juicio su mirada sobre el proceso de aprendizaje de sus hijos.
¿Y cuántas veces grupos de padres hacen las sumas y restas más elementales sobre los ingresos del colegio de sus hijos para concluir que este solo es un negocio y que no lo mueve más que el dinero? ¿O cuántas veces juzgamos a los maestros como rosqueros e injustos? Con seguridad, cada lector tendría muchos ejemplos de ambas caras de esta realidad.
No quiero pasar por esta reflexión sin referirme al fenómeno reciente, cada día más popular, de situar el nexo familia – escuela en el ámbito contencioso, en los escenarios judiciales. Por supuesto que la educación como derecho fundamental debe estar siempre tutelada por las instituciones que velan por el cumplimento del contrato social; no me cabe duda de esto. Sin embargo, esto dista mucho de esta nueva tendencia que casi pretendería que sea un juez quien decida si un profesor puede asignar una tarea o quien resuelva una pelea entre niños. O este nuevo estilo donde algunos padres y madres se comunican con el colegio de sus hijos a través de abogados y, a su vez, las instituciones escolares invierten más tiempo y energía en dejar registros por si acaso tuvieran que enfrentar pleitos, que en buscar caminos para acompañar cada día mejor a sus estudiantes en su desarrollo integral. Y ni qué decir de algunas autoridades educativas que lejos de contribuir a la confianza recíproca, abonan las prevenciones y sospechas con su discurso y sus actuaciones.
Por supuesto, las afirmaciones anteriores no son universales y siempre habrá colegios y familias que logran llevar esta tarea como un propósito común. Y los afortunados estudiantes que se educan dentro de esa concepción pueden vivir sus entornos más cercanos, su casa y su colegio, como espacios seguros y confiables, donde el aprendizaje fluye de manera armónica y enriquecedora.
¿Cómo generar unas dinámicas diferentes que contribuyan a eso que antes describí como un vínculo armónico, honesto y constructivo? Propongo dos palabras clave: confianza y comunicación. Tanto los padres como los colegios hacen un proceso de mutua selección y el punto de partida del contrato que firman es que comparten un propósito superior y confían en una integridad recíproca. Sobre estos presupuestos y sin perderlos de vista nunca, habrá que recorrer este largo camino con una comunicación cuidadosa y transparente en la que siempre se reconoce al otro como un interlocutor autorizado y valioso. Esto demanda esfuerzos ingentes de ambas partes, pero los efectos en la vida escolar de cada hijo/alumno los compensan con creces.
M. Mercedes de Brigard
Bogotá, febrero de 2023